Carolina Pérez Rodríguez, hija de Carlos Andrés Pérez y Doña Blanca, acaba de vivir un episodio que no queremos dejar pasar por alto. Vamos a contar los hechos, sin juicios de valor. Cada quien puede hacerse el suyo.
Carolina Pérez padece de una variedad de cáncer cuyo tratamiento comporta, como efecto secundario, la pérdida de la visión.
Carolina, a cambio de la vida, ha preferido esta opción. Hoy está ciega. El 4 de mayo pasado debía haber viajado a Estados Unidos para continuar con el tratamiento. Habiéndose vencido su pasaporte, previamente acudió a la Onidex para solicitar uno nuevo. Por diversas razones, verdaderas o falsas, vaya uno a saber, éste no le fue expedido. Ya se sabe que en Venezuela sacar un pasaporte, a menos que usted se baje de la mula, es supremamente difícil. Carolina Pérez no pudo viajar en la fecha indicada. Su madre, Doña Blanca, angustiada, llamó a José Vicente Rangel y le pidió su intercesión. Éste, caballerosamente, debe reconocerse, llamó a Nicolás Maduro y le solicitó la expedición de un pasaporte diplomático de emergencia, a fin de que Carolina pudiese viajar.
El 11 de mayo, Carolina y Doña Blanca fueron al Ministerio de Relaciones Exteriores, tal como se lo aconsejara Rangel, para recibir el documento. Llegaron a la Casa Amarilla a las 10:30 de la mañana.
Atendidas durante nueve horas, con la mayor gentileza, y mucha vergüenza, por el personal subalterno (ojalá que revelar esto no les cueste el puesto), esperaron hasta las 7:40 de la noche, hora en que una secretaria, visiblemente apenada, les informó que el ministro, es decir, Nicolás Maduro, les mandaba a decir que no firmaría el pasaporte.
Pidieron hablar con el ministro y fuero! n inform adas de que ya se había retirado. Hasta aquí los hechos.
¿Cómo calificar este comportamiento? Hacer generalizaciones siempre es delicado, pero la conducta de Maduro lleva a preguntarse si no hay un estilo de gobierno que va más allá de la persona del funcionario y que opera como una pauta de comportamiento más global. En otras palabras, el ministro de Relaciones Exteriores no ha hecho otra cosa que actuar conforme a un patrón de conducta inherente al régimen de apartheid político que ha establecido el gobierno. Calificando a todos sus adversarios como enemigos condenados al aniquilamiento político, el régimen empuja a sus funcionarios a proceder según el esquema “amigo-enemigo”. El guardián de esta ortodoxia es Yo-El-Supremo. La intolerancia y la brutalidad de su discurso sientan la línea a seguir por los subalternos. Se crea así una atmósfera mefítica de temor y adulancia, que impregna la actuación de sus seguidores y los va deshumanizando. En consecuencia, cualquier gesto que el Líder Máximo pudiera interpretar como una “debilidad” ante el “enemigo” llena de pánico al acólito. Ni siquiera se atreve a firmar un pasaporte por temor a perder el favor de arriba.
Sin embargo, existe el “libre albedrío”, como dirían los cristianos, y también la “obediencia debida”, como se acuñó después de la II Guerra Mundial ante los horrores del régimen de Hitler. Y cualquiera sea la balanza sobre la que se le juzgue, la conducta de Maduro es poco menos que canallesca; es inhumana.
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